Manuel Cuesta Morúa
¿Cuál pudiera ser la “tercera vía” de Biden hacia Cuba?
Como se recoge en la nota de presentación escrita por el Consejo de Relaciones Internacionales en el 2010, para el libro de Charles A. Kupchan: How enemies become Friends, the sources of stable peace, en su discurso de inaugural de 2008, Barack Obama, prometió a las naciones que “están en el lado equivocado de la historia”, el “extender (les) una mano si estaban dispuestas a abrir el puño”.
Se iniciaba así una presidencia intelectual, que constituye, con toda seguridad, una presidencia estratégica. Y el libro de Kupchan, con una documentación histórica impresionante, proveyó a Obama de un conjunto de presupuestos y de tesis que orientaron su política, también, hacia Cuba.
Dos presupuestos valen resumir de este libro. El primero de ellos es que la naturaleza de los regímenes no es determinante para la estabilidad de las relaciones internacionales. El segundo, que no son tan importantes las relaciones económicas como sí lo es la diplomacia para rebajar las tensiones y buscar el acomodo geopolítico con países en conflicto.
La política de Obama hacia Cuba se diseñó sobre dos de sus tesis derivadas. La de que una política de concesiones unilaterales apaciguaba al enemigo, y la de que una fuerte inversión en la narrativa amigable, de respeto a la soberanía y de ofertas de cooperación sería más productiva para alcanzar las metas de democratización, que por demás Obama dejaba en las manos más apropiadas: la de los cubanos.
El aislamiento, combinado con una política de acoso y derribo, no había conducido a la meta declarada de la política exterior de los Estados Unidos hacia la Isla. Este era el argumento más sólido contra los críticos de ese giro copernicano que se inició con el intercambio de prisioneros, la salida de Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo y el restablecimiento de relaciones diplomáticas.
En honor a la verdad, Obama modificó en la práctica su mensaje, acercándolo más a la visión intelectual de Kupchan. No esperó a que el gobierno cubano abriera el puño, sino que introdujo sus cambios sin que este modificara en un ápice su política interna y externa.
Y este fue, a mi modo de ver, y para el caso de Cuba, su mayor acierto estratégico: desbordar al gobierno cubano en tres niveles primordiales: en el de las intenciones, en el de la voluntad de cambio y en el del lenguaje. Su impacto sobre la sociedad cubana ha sido irreversible.
Las políticas precedentes carecían de estrategia y confiaban en que el ejercicio duro del poder pondría fin al régimen. Durante ahora 62 años, el gobierno cubano ha venido derribándose cada cuatro años. La política de Obama se situaba en el mediano y largo plazos, y por eso mismo era estratégica.
¿Fracasó? No. Si bien la naturaleza de los regímenes sí importa en cualquier concepción de política exterior —en una necesaria corrección a los postulados de Kupchan—, una consecuencia quizá no prevista por este autor, pero que asumo intuía Obama, es que semejante política podría poner fin tanto en el plano retórico como práctico a la identificación y percepción del pueblo y gobierno cubanos como enemigos de los Estados Unidos. Si el gobierno cubano seguía (sigue) colocándose en el conveniente papel del enemigo, esto ya no era (es) cierto con el pueblo. Y este es el resultado más importante en los términos mismos de la meta estratégica estadounidense, que ni siquiera el retorno a las políticas duras de Donald Trump pudo reinstalar: la posibilidad de enmascarar el conflicto Estado-sociedad cubana en el conflicto entre Estados llegó a su fin con esta concepción de política exterior. Cuba se abrió, y fue la sociedad.
La concepción dura del poder continúa con la lógica heredada de los tiempos de John F. Kennedy: la democracia instantánea, de ahí la idea de restauración del pasado, y los Estados Unidos con un papel protagónico en este trasunto. Las demandas de quid pro quo a la política de Obama nacen de esta lógica, justo cuando su política pretende romper con ella. Obama inaugura otra época. Son los cubanos quienes deben gestionar los cambios y los Estados Unidos solo pueden estar ahí para lo que pueden y deben estar: para asistir y apoyar el proceso, cuya rapidez o lentitud depende de factores que los Estados Unidos no pueden, ni deberían intentar controlar. Hay autolimitaciones que la potencia norteamericana debe asumir a partir de las limitaciones estructurales de la época. Lo que los duros reconocen negativamente, como frustración, cada cuatro años. Cumplido cada ciclo electoral, siempre concluyen que el asunto es de los cubanos; viendo como abandono “a lo Kennedy” lo que en realidad es la mejor invitación a que asumamos el control de nuestro destino.
La política de Obama estaba diciendo que las políticas del quid pro quo como juego diplomático o política exterior rebasan los límites que impone la época, sobre todo cuando se trata del cambio de régimen. Como luego demostró, a manera de lección, su política hacia la Primavera Árabe, fundamentalmente en Egipto. La línea dura le exige, sin embargo, un tipo y tiempo para los resultados a una política que cambio su concepción a golpe de lectura y aprendizaje.
Es sobre esta base duradera y de largo alcance, puesta a prueba aquí en las jornadas de julio, que la administración de Joe Biden podría y debería construir una tercera vía corregida hacia Cuba, con un enfoque que conecte la naturaleza de los regímenes con la política exterior. El gobierno cubano es un actor y factor de desestabilización regional con fórmulas de nuevo tipo que se confunden con los mecanismos mismos de las democracias y al mismo tiempo los utiliza. Los regímenes democráticos son clave para una paz estable, lo más rescatable del pensamiento de Francis Fukuyama. Esto no se puede desconocer.
Al lado del diálogo sobre temas de seguridad en la región —migración, combate al tráfico de drogas o cambio climático— se debe sustituir, a la entrada de este nuevo rumbo político post Donald Trump, el régimen de sanciones globales por uno de sanciones individuales, que ya se viene aplicando en algunos casos. Esto contribuye al continuo debilitamiento de identidades fuertes en Cuba como las que hay entre país, nación, Estado y gobierno, fortaleciendo la ciudadanía. Miguel Díaz-Canel tiene bastante difícil la posibilidad de identificarse y confundirse con la nación.
Regresar y vigorizar la diplomacia pueblo a pueblo es otro imperativo. El poder blando, una política que aplican todos los gobiernos de China a Cuba, se reveló como la mejor opción para deshacer la naturalización de una enemistad artificialmente construida entre ambos países. No se puede perder de vista que a lo largo de al menos tres generaciones, se instaló la narrativa de que Cuba y los Estados Unidos eran enemigos históricos. El terreno propicio para el voluntariado de la guerra.
Un tercer paso en esta nueva matriz debería elevar el reconocimiento político a la oposición y cívico a la sociedad civil. De las conversaciones de cámara, que es el estilo diplomático al uso para otorgarle un lugar a las alternativas democráticas, es importante pasar a un escenario más público y formal de interlocución. Pienso que esto es más importante que la ayuda en recursos, y apunta a aprovechar el creciente vacío de legitimidad y legitimación del régimen, acelerado después del 11 de julio. No deben caber dudas de que el cubano es el gobierno de una minoría desde la minoría.
Un cuarto elemento pasa por el empoderamiento del sector privado, tanto en términos de formación como de conexiones, que es esencial para la creación de clases medias. No soy tan optimista de pensar que por sí mismas las clases medias llevan a la democracia. Lo que sí parece evidente es que fomentan el pluralismo económico y social, y alimentan la tensión necesaria entre Estado y agentes económicos autónomos.
Un quinto ángulo pasa por desbilateralizar la agenda de la democratización. Lo que inició Obama y puede articularse hoy con la propuesta norteamericana de alianza democrática global para frenar la ola mundial de autocracias. En este sentido, la apuesta y ayuda a la democratización de Cuba se inscribe en la propuesta de redemocratización en todas las sociedades. A diferente escala y en distintas dimensiones, las democracias necesitan redemocratizarse. El tema de Cuba podría replantearse dentro de esta nueva concepción.
En un sexto punto, conviene plantearse la visión del cambio en Cuba como proceso. Cuba ha estado más cerca de la democracia en los últimos seis años, a pesar de Donald Trump, que en cualquier momento de los anteriores 56 años. La prolongación de la distopía cubana guarda relación con dos factores interconectados y mutuamente reforzables: el incumplimiento, afortunadamente, del cronograma de invasión de la potencia mundial en su frontera sur y caribeña alimentaba a su vez la infalibilidad de una supuesta potencia periférica, con su efecto paralizante tanto sobre la diplomacia mundial como sobre el debate interno. La exportación de los conflictos, de sus causas y de muchos sujetos potenciales del cambio obtenía su materia prima en cada ciclo electoral estadounidense.
El régimen cubano ha obtenido siempre una ventaja estratégica agregada con esta lógica: vender el producto diplomático de que el debate por la democracia en Cuba es un debate por la soberanía entre dos Estados con igual reconocimiento en las Naciones Unidas. Con ello lograba a ratos desnacionalizar la discusión democrática y paralizar, ya no solo la acción democrática, sino los amagos de reforma al interior del régimen.
La mentalidad de proceso, por el contrario, acelera la democratización, aunque parezca paradójico, y autentifica el cambio. Y esto porque solo un proceso es capaz de involucrar a sus destinatarios, el pueblo cubano, despejando los obstáculos paralizadores que provocan los nacionalismos duros sobre la diversidad y la pluralidad. El estallido social del 11J, que expuso los quiebres profundos entre la sociedad y el gobierno, puede ser canalizado ahora desde dentro y con una estrategia inteligente de cambio democrático que forje un movimiento inclusivo y de amplia base social.
Séptimo. Es crucial que el lenguaje político se vaya apropiando de lo que en Colombia llaman el mecanismo de desarmar las palabras. Las retóricas duras casi siempre sirven para esconder las debilidades conceptuales y estratégicas en los diseños políticos. Yo diría más: las retóricas suaves son más certeras, llegan más hondo y evitan las distracciones psicológicas defensivas que generan las prácticas tóxicas del insulto entre y dentro de los Estados. Muy extendidas, por cierto. Porque estas son como el sustituto de muchas ausencias.
Lo más importante: no son prácticas para resolver conflictos. Viene a la mente el caso venezolano, donde el discurso fuerte, binario y radical ha ahogado más de una posibilidad de avances concretos. Como me decía un viejo profesor de relaciones internacionales: a la raíz solo se llega con moderación.
Este cambio de lenguaje es básico para interactuar desde el exterior con una sociedad cubana más diversa y plural, con intereses disímiles, con una nueva generación que se ha subido aceleradamente al escenario público y con una élite cuyas tensiones y fragmentación, a veces visibles, reflejan las corrientes de cambio subyacentes. Nunca como antes las palabras son los hechos.
Finalmente. ¿Cómo enfocar el tema del embargo en este doble nuevo escenario? Con el poscastrismo de un lado y una administración demócrata en la Casa Blanca por el otro. La discusión sobre el embargo sigue siendo pertinente. Mi oposición a él data de mis inicios en la oposición en 1991. Forma parte de mi identidad política e ideológica. Más allá de esto, la conversación debe ser calibrada y equilibrada. Por varias razones.
Hay una asimetría lógica entre la campaña contra el embargo que lidera el gobierno cubano y el proceso político mismo, complejo, que puede llevar a su eliminación. Si la determinación sobre el embargo estuviera en manos del ejecutivo norteamericano, tendría coherencia y consistencia políticas semejante campaña porque la probabilidad decisoria la haría viable. Esto es bien conocido, pero lo que se pierde de vista es que el gobierno también lo conoce y lo utiliza por motivos distintos al interés primario de eliminar el embargo. Funciona, y perfectamente, como distracción política y diplomática para ocultar sus propias responsabilidades y congelar la diplomacia democrática en el seno de organismos multilaterales como Naciones Unidas. ¿Tiene el gobierno cubano algún grupo de abogados en Washington que trabaje sistemáticamente con el Congreso, a los dos lados del pasillo, para pasar una legislación que elimine el embargo? Si lo tiene, no está realizando bien su trabajo. Si no lo ha conseguido, intentándolo, significa que tampoco está haciendo bien su trabajo. Y si no lo ha intentado, quiere decir que prefiere invertir su dinero más en la propaganda que en alcanzar objetivos políticos concretos.
En la narrativa, el embargo sirve también al gobierno para nublar sus insuficiencias estructurales en ámbitos tan importantes como el de la satisfacción de las necesidades básicas de la economía 1.0. Y es que el embargo no le ha impedido ni le impide importar de Estados Unidos bienes elementales, cuya dinámica se oculta bien en la discusión pública. Las preguntas que en todo momento surgen son: ¿le interesa realmente al gobierno cubano el levantamiento del embargo?; ¿le conviene en efecto? Tengo dudas. De ahí el análisis calibrado, con independencia de razones éticas, que me parece requiere el análisis en términos políticos.
También calibrado. Pedir la democratización de Cuba no debería ligarse a la eliminación o no del embargo. Si la política de Obama demostró algo, que en sus líneas maestras debe ser mantenida por Biden, es que las reformas en Cuba no tienen más obstáculos que la voluntad política del gobierno. Si las jornadas de julio dejaron alguna claridad es que la sociedad cubana, ya abierta, quiere y entiende que es posible el cambio con independencia de los Estados Unidos. Si decimos y asumimos que la solución del problema de Cuba corresponde y es asunto exclusivo de los cubanos, no deberíamos confundir las condiciones facilitantes con las condiciones necesarias. En mi perspectiva, hay solo dos razones para oponerse al embargo. Una responde al multilateralismo del orden internacional y la otra es ética. Y concedo, esta última es un ámbito político por excelencia. O debería serlo.
Por lo demás, una coalición desde un centro político activo es lo que nos está faltando. Diversa y plural como Cuba, pero enfocada en la solución racional y madura de nuestros múltiples desafíos, y lo suficientemente inclusiva para que quepan las diversas corrientes, hoy menos o poco visibles, pero con la capacidad, el conocimiento y la disposición suficientes para un ejercicio realista de la imaginación política. Nos lo merecemos.
Manuel Cuesta Morúa es historiador, activista de derechos humanos, fundador de Plataforma Nuevo Pais y co-organizador de la marcha cívica 15N. Vive en la Habana, Cuba.
Ilustración por Maikel Martínez Pupo. Lo puede encontrar por
@MaikelStudio @maikelmartinezpupo.